Esta carta llega con una semana de retraso. Le tocaba el jueves pasado, pero no me ha dado la vida (asamblea anual de La Imprenta, cierre de enero, pediatras varias, pegarme con SEUR…). No me ha dado la vida y, aunque sea un truño, no puede resultar más oportuno precisamente para lo que quiero compartiros este jueves: una invitación a vivir viviendo. O, mejor, una invitación a que os imaginéis cómo sería vuestra vida viviéndola. Casi nada. Al lío.
Dice Layla Martínez en su maravilloso ‘Utopía no es una isla’ que, cuando hablamos de pensar la utopía que nos sirva en esta víspera del colapso, lo que estamos proponiendo es construir un contrapoder capaz de hacer frente al neoliberalismo. De mirar cara a cara a este sistema que depreda no solo la vida en el planeta sino las horas mismas de nuestra propia vida. Para ello, sugiere Layla, hay que hacer el esfuerzo de impulsar a la vez propuestas y medidas que vayan, por un lado, en la línea de las grandes transformaciones urgentes a nivel planetario y, por otro, en la línea de las transformaciones materiales más cercanas. Frenar el colapso a la vez que la gente tiene algo a lo que asirse en su día a día. Tremendo reto el que nos toca.
Yo de lo que quiero hablar hoy es de la segunda parte, de una de esas medidas cercanas a la que podemos aspirar, fácilmente exigible y profundamente transformadora a varios niveles si se lleva a cabo. Vamos por partes.
Aunque seguro que es algo conocido, quiero que nos detengamos un momento en la división de la jornada laboral en 8 horas diarias. Por si alguien aún no hubiera caído en la cuenta (para mí fue revelador cuando descubrí, no hace tanto, esta obviedad) las ocho horas de jornada laboral responden a un reparto en tres partes iguales de las 24 horas que tiene el día. De este modo, 8 horas serían para trabajar, 8 horas serían para descansar y 8 horas serían para el ocio. Sí, sí, he dicho bien, 8 horazas para el ocio.
El problema con este reparto que a simple vista parece perfectamente equilibrado viene cuando intentamos incluir en esa división otras necesidades cotidianas dentro de las innegociables 24 horas de tiempo diario. Por ejemplo, el tiempo de desplazamiento al trabajo. Parece evidente por naturalizado que las horas que nos lleve ir y volver al trabajo es un tiempo que se resta de las horas destinadas al ocio o de las horas de descanso, pero en ningún caso de esas 8 horas de trabajo. Lo mismo sucede con las horas destinadas a hacer la compra, o a ordenar la casa, o a limpiar y poner lavadoras, o a criar, o a cuidar de nuestros familiares necesitados, o (ponga aquí la necesidad diaria de su propia vida). Estas siempre se quitan de las horas de ocio (sí, sí, he dicho bien, insisto, tenemos derecho a 8 horas de ocio diarias) o de las horas de dormir pero nunca nunca -nunca- de las 8 horas del trabajo.
Lo que yo me pregunto es en qué momento hemos asumido que esto no solo es lo normal sino que es incuestionable. Me pregunto por qué. Por qué tenemos derecho a 8 horas de ocio -¡8 horas diarias enteras de ocio!- y renunciamos a ellas sin plantearnos que al menos las de desplazamiento al trabajo debieran de quitarse de las 8 horas del trabajo. ¡Al menos! Y no hablemos ya, en estos tiempos de la ansiedad y la salud mental tirada al retrete, de las 8 horas diarias de sueño. ¿Se imaginan?
Habrá quien diga, claro, que en el fondo lo que nos pasa es que somos unos vagos y que lo que no nos gusta es trabajar. Que esta generación no sabe lo que es el esfuerzo y el sacrificio y no sé qué otros conceptos asumidos de la forma más tóxica posible. Más en estos tiempos en los que esas 8 horas laborales en muchos casos son una trampa en la que caben muchas más, como veíamos el otro día en el tremendo caso de la redada a las Big Four. Y no, no se trata de ser unos vagos. Se trata, perdonen si me pongo punki, de no ser tontos. Que esta vida que se pasan un suspiro (seguro que tienes cerca evidencias que aún duelen) y no hemos venido aquí a trabajar, a hacer ricos a otros con nuestras horas.
Hemos venido aquí a vivir viviendo. Porque, que no se olvide nadie, el trabajo son horas, horas de tu vida. No te pagan al final de mes por lo que hayas trabajado, sino por el tiempo de tu vida (tiempo finito) que les has cedido. ¿Cuánto vale eso? ¿Puede realmente calcularse? ¿Cómo se cobra la hora de no estar con tus hijxs, la tarde de no charlar con tus amigxs, esa mañana de no leer un libro, pasear, mirar un árbol?
Vivir viviendo. Esa es nuestra auténtica naturaleza humana. La aventura, la amistad, el descubrimiento, el amor, la risa. El acompañamiento, el duelo, la tribu, el juego. Eso es el animal que somos, no encerrarse a producir durante una tercera parte de nuestro día y sostener los destrozos consecuentes en las otras dos. Vivir viviendo.
Ahora que está sobre la mesa el debate sobre la jornada laboral de cuatro días es un buen momento para reivindicar un primer paso la utopía de la que hablaba arriba, recordar el animal que somos y empujar para que sea una medida efectiva. Y, con el tiempo que nos sobre, en común, empezar a cambiar el mundo.
gracias por hacernos parar dos minutos leyendote... y sobre todo por el tiempo pausado que deviene rumiando tus palabras y haciendo vida el ofrecimiento que nos haces. En el fondo, se trata de ser conscientes de nuestra vida, de la Vida y no orbitar, como bien decía el chaval en la peli de Juan Diego Botto. Buen propósito... propósito de por Vida!
Una listilla:
1. Para desconectar al irme a la cama, hago un Sudoku “todo un placer porque he aprendido muchísimo” de la diversidad en númerillos encantadores, que puedan hacer posible una realidad compartida de insospechables posiciones No alineadas.
2. Rescato 1 hora a la semana para aprender a tocar la guitarra, con un profe particular. Y voy rescatando cancioncillas.
3. Cuando me interrumpen en el ordenador trabajando y la conversación no me lo impide “juego a rescatar mascotas” los 5 o 10 minutos que dure la charlita.
4. He incorporado el descanso del mediodía, salvo imprevistos, junto a mi marido sesteando.
5. Voy al gimnasio a hacer aguaging, con marido incorporado, porque ya lo necesitamos los dos si queremos mantener los remos para seguir caminando.
6. A veces no puedo, pero intento agradecer cuanto me llega desde fuera con buen humor y me
abrazo ante el desaliento, la impotencia, o el sufrimiento de lo que no puedo arreglar, ayudar o
cambiar, con una mirada compasiva hacia mi misma.
7. Soy razonablemente feliz si me comparo con quienes no pueden ni soñarlo.